martes, 2 de marzo de 2010

I’ve been to Lisbon and back



Las llegadas a Lisboa siempre han sido muy violentas. Los aviones aterrizan casi encima de la ciudad que desprende turbulencias y hace temblar todo sin que las azafatas de la TAP se inmuten, sin que dejen de reír con el piloto a través de la compuerta de la cabina abierta, afilador de uñas en mano como único equipo de salvamento.
Mis amigos enterados y escritores siempre hablan de lo bonito que es Lisboa, sus cafés y sus callejuelas, su tranvía y su Pessoa. Pero nunca he visto todo este mundo tan parado, inspirado y melancólico que describen. Tampoco lo he buscado, pues siempre he viajado a esta ciudad por circunstancias sin pensar en lo que me iba a encontrar más allá de mi agenda. Ni siquiera he leído a Pessoa.
Una noche llegué a Lisboa, donde me esperaba mi entonces pareja de viajes más largos. Acudimos en seguida al amigo lisboeta, que nos hizo entender que las turbulencias venían del Belleza, una especie de casa-salón de baile que frecuentan los nostálgicos del Cabo Verde. Y a partir de ahí confundo las noches de esos días. Madrugadas comiendo en trastiendas de nostálgicos agitados, bailamos los primeros ritmos de la tektónica travestida e ingerimos cantidades de alcohol descomunales celebrando cada maldito instante de esa ruina urbana como si realmente fuera a derrumbarse todo.
Finalmente.
Hace unas semanas volví a sufrir los característicos temblores de un aterrizaje nocturno sobre esta ciudad. Agenda en mano me topé prematuramente con las circunstancias que me traían, tomé unos vinos de cortesía en un lobby decadentemente moderno y subí a mi insípida habitación de hotel para beber más vino y enfadarme en un solitario alcoholismo pueril porque no reconocía para nada la ciudad a la que siempre he querido volver para descubrir.
Finalmente. La segunda noche dejé la agenda atrás para comentar las misteriosas turbulencias de la TAP con este mismo amigo. No falló en sorprenderme con una oscura proyección de imágenes y una apresurada lectura a cinco voces de Eugénie de Franval. Estaba de nuevo en Lisboa.
Cuestas cinéfilas de cubos casi blancos y despedazados, ridículos trayectos en taxi de ida y vuelta, inyecciones de alcohol y de memorias de viajes y viajes, cortos y largos, no nos conocíamos tanto al fin y al cabo, alguna lágrima contenida y mucho Lisboa. Lo que sea que sea Lisboa. Y a partir de aquí se confunden las noches de esos días, nos agarramos a las masas de gente en el barrio alto entrando y saliendo de los bares como si fueran estadios de fútbol en plena fiebre de flippers. Entre las conversaciones siempre tan francófilas de los expertos, el tabaco local que lo ventila todo, los botones mágicos que no existen y los nostálgicos del Cabo Verde que siempre vuelven a sus mujeres, aunque sea a ciegas o por el reggea, qué sé yo. Gigante.
Hubiéramos seguido hasta el mar o tomado sopa verde si no fuera por las maletas, a las que uno se aferra para no dejarse llevar al lugar al que siempre ha querido ir finalmente.

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